Israel Centeno


Es difícil enfrentarse a los monstruos de la farándula, del amor y del barroco y salir ileso. Abel Ibarra, en Yo quiero ser como Ariel, no sólo se enfrenta a ellos: se zambulle en su garganta abierta y regresa con un relato que se resiste a ser definido como novela, crónica o panfleto sentimental. El resultado es un texto inasible, desafiante y borderline —en el sentido más técnico del término—, que explora los linderos de la autoficción, la memoria colectiva y el relato exaltado. Su estilo, sin duda alguna, es hiperbólico hasta el desborde. Pero ese desborde no es gratuito: está cuidadosamente coreografiado para acercarse al clímax emocional y estético de cada escena. Ibarra no se limita a contar; irrumpe con su prosa.


Como dice Quevedo en el epígrafe: «Polvo serán, mas polvo enamorado». Y ese polvo enamorado —revolcado entre la ceniza del terremoto de Caracas y los restos de una clase media devorada por su propio narcisismo— es el que constituye la materia viva de este libro.


Lo primero que llama la atención es el uso sin freno del lenguaje: Ibarra escribe con un tono alucinado, voluptuoso, al borde del exceso. Su prosa evoca tanto al barroco clásico (Góngora, Quevedo, sor Juana) como a sus herederos tropicales: Severo Sarduy, José Lezama Lima, incluso algunos momentos de Fernando Vallejo. Pero mientras Lezama y Sarduy construyen laberintos ontológicos, Ibarra construye un escenario pop-festivo que no le teme al cliché si este sirve para encender una pirotecnia narrativa. Lo suyo es un barroco de neón, de televisión por cable, de orquídeas y chifonieres, de cuerpos en trance y moda de pasarela.


Desde la primera escena —donde Mercedes Chocrón y Ariel Severino se abrazan desnudos entre catleyas, un gato esfinge y una Caracas que tiembla— se establece un pacto con el lector: esto no será sobrio. Esto es Caracas en technicolor, con el Ávila de fondo, tragándose a sus ídolos en una fiesta que acabará en tragedia.
El término borderline no se usa aquí de forma clínica, sino estructural: esta obra camina al borde del kitsch, del melodrama y de la épica bizarra, y lo hace sin caer en el abismo. Escribir sobre farándula, amor y tragedia sin naufragar en lo cursi es una hazaña que pocos logran. Ibarra lo consigue por una razón clave: su inteligencia narrativa no subestima al lector. Él sabe que está contando una historia grande, y se lo dice al lector con toda la parafernalia que amerita: ¡esto es un drama! ¡Esto es un espectáculo! ¡Esto es Venezuela!


Y, en efecto, lo es.


La relación entre Ariel y Mercedes —envuelta en erotismo maduro, pasarelas internacionales, secretos de peluquería y paisajes del Ávila— nos lleva por un carrusel de emociones donde lo íntimo se mezcla con lo colectivo. Ariel no es un personaje cualquiera: es un símbolo de lo que quiso ser Venezuela antes de quebrarse. Mercedes no es solo una mujer enamorada: es una especie de mito caribeño, la Medea «fashionista» de una generación que se extinguió entre pasarelas, espejismos y sismos.


Uno de los núcleos más poderosos de Yo quiero ser como Ariel es la muerte de Mercedes Chocrón y Ariel Severino durante el terremoto de Caracas del 29 de julio de 1967. Lo que podría parecer una invención melodramática —la pareja hallada abrazada bajo los escombros, junto a dos niños— es, en este caso, una fidelísima evocación de un hecho real. Abel Ibarra, lejos de fabular sin anclaje, construye sobre los restos auténticos de una tragedia venezolana que, como muchas otras, quedó apenas susurrada en la memoria colectiva.


Mercedes Chocrón, hermana del dramaturgo Isaac Chocrón, era parte de una familia vinculada al mundo cultural y empresarial de la Caracas de los años 60. Su nombre aparece en entrevistas a sus primas publicadas en medios de la comunidad judía venezolana, como Mundo Judío, donde se da constancia de su existencia y de su trágico final: fue hallada muerta, abrazada a sus dos hijos pequeños y a su pareja, Ariel Adonis Severino, bajo los escombros del edificio Neverí, en Los Palos Grandes, tras el colapso provocado por el sismo.


Severino no era un personaje menor. Artista uruguayo, escenógrafo, actor y cineasta, llegó a Venezuela en 1942 para trabajar en la producción de La balandra Isabel, película reconocida en Cannes por su fotografía. En Caracas se integró al circuito cultural y se hizo íntimo amigo del maestro Billo Frómeta, quien le compuso la canción «Ariel» como homenaje. Tras su muerte, Billo se negó a interpretarla durante años, en señal de duelo. No fue sino mucho tiempo después que volvió a tocarla, en un gesto póstumo que sellaba una amistad convertida en elegía. Estos datos, lejos de ser anécdotas marginales, profundizan el espesor emocional del texto. Ibarra no se aprovecha del dolor ajeno: lo honra. Y en lugar de trivializarlo en clave de telenovela, lo eleva al plano simbólico, donde el amor, la belleza, la pérdida y el temblor convergen como fuerzas equivalentes. Ariel y Mercedes no son simples personajes: son signos vivientes de una Venezuela en vértigo.
Escribir sobre el amor siempre es un riesgo. No porque el tema esté agotado, sino porque ha sido reducido a fórmula en tantas ocasiones que ya se tiende a desconfiar de su autenticidad. Pero Yo quiero ser como Ariel no es una historia de amor: es una historia bajo el amor. No lo celebra; lo desmonta. No lo idealiza; lo lanza al temblor, al desgarro, al vértigo. Y sin embargo, no lo traiciona.


La relación entre Ariel y Mercedes es brutalmente física, tierna, irónica, desigual, profundamente humana. Está escrita con un erotismo que no teme la madurez ni la decadencia. Un erotismo que no busca el goce, sino la afirmación de la existencia. Ambos personajes saben —quizás inconscientemente— que el mundo que habitan está al borde del colapso. Por eso cada caricia tiene urgencia de última vez. Cada noche juntos parece un ensayo para la muerte. Incluso cuando el texto se permite escenas de glamour, de moda, de frivolidad aparente, lo hace con un pie en el abismo. Hay una conciencia lúcida —a veces irónica, a veces trágica— de que todo eso que brilla no es oro, y que todo lo bello, en Venezuela, siempre ha estado a un temblor de distancia del desastre.


Quizás el mayor logro de Yo quiero ser como Ariel sea su capacidad para sobrevivir en los linderos del exceso sin ser devorado por él. Su barroquismo no es ostentación vacía; es forma de resistencia. En un tiempo donde la narrativa minimalista se ha vuelto moneda corriente, Ibarra apuesta por la abundancia, el color, el ruido, la saturación. Y lo hace con plena conciencia estética. Podríamos decir que esta es una novela borderline en el mejor sentido: no porque sea inestable, sino porque desafía las convenciones de género, de tono, de ritmo. No es crónica, aunque documenta. No es novela romántica, aunque narra un amor. No es tragedia histórica, aunque hay muerte real. Es todo eso y más, y por tanto, exige del lector una entrega sin condiciones. No hay distancia cínica. No hay pose autoral. Solo el vértigo de una prosa lanzada sin red.
Y eso, en este tiempo de ironías y distancias, es una osadía.


Ubicar Yo quiero ser como Ariel dentro del panorama literario actual es difícil, precisamente porque se niega a ser clasificado. No responde a las modas temáticas de la literatura latinoamericana contemporánea (la migración, la violencia, la identidad sexual, la autoficción políticamente correcta). Tampoco es una novela nostálgica. Si hay una mirada hacia el pasado, es para incinerarlo con lenguaje.


Su único parentesco posible —y esto hay que decirlo con cautela— sería con la literatura de la intensidad, aquella que no teme ser acusada de desmesura, de sentir demasiado, de decirlo todo. Pienso en ciertos momentos de Paradiso de Lezama, en La danza inmóvil de Marcial Gala, en Los detectives salvajes de Bolaño cuando se abandona a la digresión lírica. Pero Ariel es otra cosa: es Caracas, moda, erotismo, terremoto, orquídeas, farándula y escombros. Es el país mismo convertido en relato.


Y eso, en este tiempo de ironías y distancias, es una osadía.


Por todo esto, afirmamos que Abel Ibarra ha logrado lo casi imposible: meterse con los monstruos del amor, la farándula y el barroco, y salir ileso. Mejor aún: ha salido transformado.